martes, 4 de marzo de 2008

Las enseñanzas de don Martin Scorsese


Aarón Espinosa Beltrán
Cuando, por fin, el señor Martin Scorsese recibió el ya desabrido premio de la academia como mejor director por Los infiltrados, hizo un gesto con las manos a manera de reproche, como exclamando “ya para qué…”, y es que ese Óscar tuvo un sabor a deuda pagada más que un reconocimiento real a su trabajo.

Y a decir verdad, para todos los que amamos su obra, da igual si se lo hubieran dado o no. En realidad, no lo necesita; pero no dudo que cierto orgullo haya quedado saldado dentro del hombre. Algo así como: “Al final, me tenían que dar la razón”.

Decía William Blake: “Si el necio persistiera en su necedad se volvería sabio.” La vuelta a un mismo dilema es lo que, finalmente, han hecho de Martin Scorsese un nombre importante en la historia del cine: el tema único de la soledad del héroe.

Según Joseph Campbell, el héroe mítico tiene que dar un periplo cargado de diferentes pruebas para completar su hazaña, casi siempre con las herramientas necesarias para superarlas; sin embargo, llega un momento en que debe enfrentar su destino completamente solo, sin ningún tipo de apoyo externo: es una prueba de carácter y voluntad espiritual.

Esta parte del héroe es la que tanto ha obsesionado a Scorsese. Desde uno de sus primeros héroes, Travis Bickle, de Taxi Driver, pasando por el atormentado Jesús de La última tentación, hasta un Di Caprio convertido, ahora sí, en hombre (y esto gracias a la mano del Maestro) en Los infiltrados, observamos el mismo dilema existencial del anti-héroe ante su inminente sacrificio redentor, solo ante la tarea de resolver un destino (o consecuencia) que se presenta ineludiblemente.

Así, por ejemplo, Travis Bickle busca un sentido conduciendo el taxi las 24 horas del día; después intenta acercarse a las mujeres, sin éxito, y por último, asesina a los padrotes de Jodie Foster, en una acción suicida que finalmente acaba por darle significado a su vida.

En La última tentación, Cristo busca enfrentar el sino mesiánico a través de sus discípulos, las mujeres, el Padre, pero ante la cruz, queda a solas con el diablo, sin más ayuda y con el riesgo de equivocarse.

Y así, cada uno de los personajes de Scorsese tiene que encarar la fatalidad de frente y a solas; las mujeres, los amigos, la familia o Dios no significan nada ante lo que viene, ante la misión personal: no existe una ayuda ni un refugio donde el hombre pueda recurrir; es una lucha interna, privada y única por lograr lo extraordinario personal, lo hermético. Victorias que no son celebradas por los otros, que no tienen acceso a ellas, que no las entienden; pero que al individuo, pleno en su voluntad, le dan un sentido último de triunfo y realización, y que en el caso de las películas de Scorsese, como espectadores, participamos de esa intimidad gloriosa.

Y esta es la sabiduría del director: en lo más importante de la vida individual, en la trascendencia de nuestro ser, estamos esencialmente solos, porque todo lo extraordinario y personal, es decir, la búsqueda de esa verdadera libertad, acechada por miles de voces, rompe siempre con nuestro alrededor, irremediablemente, en busca de su lugar único en nuestra vida, en nuestra redención.

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