jueves, 31 de enero de 2008

Miguel de Unamuno y el sentido de la vida


Aarón Espinosa Beltrán

Miguel de Unamuno fue sin duda un hombre representativo del mundo moderno; época que veía crecer una ola de progresos y libertades que de tan rápidas, causaban no poco temor y desconfianza. La velocidad y la fuerza de las ideas, las ciencias y las artes, todo el esfuerzo cognitivo y sensible de la humanidad, continuaban esa revuelta que había empezado con la Ilustración; el hombre, dueño ya de sus actos, eregido como un dios para sí, empezaba a experimentar un nuevo poder y libertad difícil de medir.

España, aún sujeta a la tradición católica, tardó mucho a incorporarse a la modernidad europea. Unamuno vive esa transición de una manera harto significativa para su país: su obra es una muestra de esa doble zona de fe y escepticismo que lo compelieron a buscar la verdad fuera del dogma de la religión; esto sin sentir un dejo de nostalgia por esa época donde la fe en “el otro mundo” no podía dudarse.

Unamuno amaba su tierra y a su gente, sabía (igual que Borges) que el dolor de un hombre puede mostrar el dolor de todos los hombres.
Una frase muestra el camino que recorrió a lo largo de sus días:

"Y bien, se dirá, ¿cuál es tu religión? Y yo responderé: mi religión es buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad, aun a sabiendas de que no he encontrarlas mientras viva; mi religión es luchar incesante e incansablemente con el misterio; mi religión es luchar con Dios desde el romper del alba hasta el caer de la noche, como dicen que con Él luchó Jacob. No puedo transigir con aquello de Inconocible [...] en todo caso quiero trepar a lo inaccesible".


La lucha de Unamuno contra Dios, contra ese misterio universal, no era otra cosa que encontrar la verdad sin mediaciones, la gran aspiración de Withman, el conocer el sentido de la vida más allá de la resignación de ser mortal y no poder aspirar a resolver el dilema de la existencia. Dado que ese dios es infinito, luchar con él es arrancarle sus misterios en la soledad poética en la que pretendió vivir Unamuno. Sus enormes ansías de conocimiento, motivaban una lucha sin descanso, un peregrinar sin retorno que no permitió jamás la entropía de su alma. Lo que ya estaba hecho, lo terminado, eran sinónimos de muerte espiritual, de embotamiento.

La meta era imposible, pero sólo en esta vida: Unamuno nunca dejó de creer en el cristianismo, y creía que ser cristiano era ser un gladiador, un campeón en la batallas de la existencia, un ser que podía sufrir y esperar todo, y que, en una postrimería, alcanzaría una plenitud de conocimiento que disolvería todas las interrogantes de esta vida. Pero las respuestas no estaban en los libros sacros o en la mera especulación: la verdad estaba en la vida misma, en los actos simples del Hombre, en el libro de la experiencia común, significativa y diáfana del ser humano. La verdad es esa sinceridad que el hombre no puede encontrar porque esta sujeto a fuerzas basadas en la pretensión y el disimulo; los hechos exteriores no dicen la verdad del hombre: ésta siempre será un esfuerzo interno por ennoblecer y elevar el espíritu, y esta búsqueda tiene que tener un carácter reflexivo y pragmático, siempre en movimiento y en consonancia con sí mismo, siempre honesto, por lo tanto, puro.
Unamuno luchó por una espiritualidad más sincera y real que la tradición católica, toda su obra está impregnada de este deseo de encontrar la plenitud en esta vida, una conciliación entre la fe y la razón, un punto intermedio donde no chocaran esas dos fuerzas por naturaleza antagónicas. Unamuno amaba a Dios, pero también se amaba a sí mismo como libre pensador. Y en esa dicotomía entre la carne y el espíritu se mantuvo constante hasta que, agotado de cansancio, un día se durmió en su mesa camilla para siempre jamás.

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